domingo, 27 de julio de 2014

Περσεφόνη (I)

Sólo puedo quererte con besos y amapolas,
con guirnaldas mojadas por la lluvia,
mirando cenicientos caballos y perros amarillos.
Sólo puedo quererte con olas a la espalda,
entre vagos golpes de azufre y aguas ensimismadas,
nadando en contra de los cementerios que corren en ciertos ríos
con pasto mojado creciendo sobre las tristes tumbas de yeso,
nadando a través de corazones sumergidos
y pálidas planillas de niños insepultos.

Oda con un lamento, Pablo Neruda

Crees que puedes olvidar la risa de la hija de la primavera. Crees que puedes dejar de ver a la chica que lleva las flores en el pelo y la promesa del sol entre los dientes. Crees que puedes deshacerte de la sangre en tu boca y tu morada de escombros

Nunca has creído en nada. Por eso no crees que pueda existir otro mundo en el que ella no sea tuya.  

La acoges en tu pecho con violencia y crueldad. La contemplas cubierta de sangre y pinceladas en púrpura donde te parecía que dejabas tus besos. Sigue siendo hermosa. Es un bosque al que le hayas prendido fuego, salvo que las llamas son parte de ella.

Te parecía una niña risueña y jubilosa que se trenzaba el cabello con los dedos sonrosados cuando la mirabas desde tu caverna. No es una niña en absoluto. Es una bestia con la garganta sedienta por volver a casa. Por supuesto, no la amarías de ninguna otra manera.

Poco a poco, sombra tras sombra, aullido tras aullido, se apacigua. Sus ojos permanecen siendo escoldos de deseos por desgarrarte por haberla arrancado de los brazos del verano, no obstante, a veces la oyes cantar. No es la voz llena de amores y melodías ufanas. Sus tatareos suenan al son de los lamentos perpetuos. Si una estrella sangrante pudiese gritar, si un río seco pudiese llorar, si una niña perdida pudiese llamar a su madre. Lleva con elegancia el reino de piedra y muerte en sus pómulos acerados y su sonrisa afilada.

Se corona a sí misma sin ceremonias. El único ritual que te deja ver son las raíces oscuras que nacen desde su clavícula, pero no te muestra las telarañas en su cabeza. Levanta la barbilla y te enseña el cuello, blanco y frágil como las alas del cisne. Te desafía.

Oh, niña, no sabes a lo que estás jugando.

Oh, sí que lo sabe. Mira cuán lejos ha llegado.

Le haces todo tipo de cosas innombrables. No lo dice, pero parece que le gustan. Cuando se queda dormida junto a ti, acurrucada como un pimpollo, quieres separarle las vértebras en busca de las huellas de su inocencia, sus pasadas carcajadas de la infancia. Cuando abre los ojos, sabes que ella nunca fue la hija de la diosa de las semillas, nació para ser una soberana, para hacer de sus telerañas un reino.

Tu madre no podía saciar tu hambre de ruinas y poder con coronas de margaritas y heliotropos. Yo te he dado un imperio y una eternidad para gobernarlo. Trata de decirme que no es la destrucción lo que veías en tus más dulces sueños.

2 comentarios:

  1. ¡Simplemente genial! Me ha encantado, y creo que esta sólo será mi primera lectura, porque me quedo.
    ¡Nos leemos!

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  2. I N C R E Í B L E.

    Enhorabuena, y gracias por compartir tu arte.

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