¿Sabes? Yo llevaba vestidos floreados, trenzas en el pelo y pecas en la nariz. Me gustaban los girasoles y las violetas. En las noches despejadas, cuando la luna es tan radiante que crees que puedes tocarla con los dedos y la oscuridad es amable y azulada, me tumbaba en la hierba y contaba las estrellas. Porque eran cercanas y luminosas. Y hacían que el cielo se llenase de sonrisas. Yo era una niña alegre y risueña. Mickey Mouse me hacía gracia y las estrellas parecían inagotables.
Hasta que un día se acabaron.
Noches oscuras, en los que la luna te fulmina ferozmente y las estrellas son ariscas y los quasares son sólo quasares que no te importan.
No hay ni flores, ni trenzas, ni pecas.
Sólo unas fauces de lobo, unos cristales rotos y una niña muerta.
¿Sabes esa sensación cuando te tiemblan tanto las manos, cuando te escuecen tanto los ojos, cuando sientes la sangre en la boca, cuando los murciélagos inundan tus entrañas y te desgarran por dentro hasta dejarte tiritando en losas frías, abrazada a un pedazo de mármol, aleteando maliciosamente? ¿Lo sabes? ¿Sabes lo que es recordar los rayos del sol cuando la noche no se acaba? ¿Sabes lo qué es bailar sobre brasas y arder hasta que se carbonicen tus huesos? ¿Sabes lo qué es anhelar las estrellas con tanta intensidad que tus manos se ennegrecen? ¿Sabes lo que es admirar cielos infinitos llenos de oscuridad susurrante, donde no hay luz, tan sólo negrura maliciosa? ¿Sabes lo qué es es mirarse a sí misma y ver tantos puntitos oscuros que te inundan la piel que se te corta la respiración y no sabes quien es el monstruo al que estás mirando? ¿Lo sabes?
Claro que lo sabes. Lo sabes desde siempre, desde el día en el que me encontré contigo en el espejo, desde el día en el que espantaste a todas mis estrellas y las soplaste para siempre. Estás ahí desde entonces, como una sombra propia, que te abraza y te habla.
No hay estrellas. No hay estrellas.
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