A los pocos días de enterrar a mi madre, volví a tener seis años. Cuando ella y yo jugábamos al escondite. Empecé a buscarla, en los rincones, callejuelas, en sus tiendas favoritas. Levantaba las mantas de su cama, me asomaba a las ventanas, abría puertas y me detenía ante todas las mujeres que se le parecían aunque sólo fuera un poco. No estaba dispuesta a perderla. Tenía demasiado miedo.
La busqué en los olores, en las puestas de sol, en la arena, en el fondo de los charcos, en el cielo color niebla (su color favorito). Miraba en los espejos, en los armarios, entre los pliegues de la ropa, entre sus libros de poesía.
La busqué y me di de bruces contra la tierra.
Tuvieron que pasar tres semanas hasta que aprendí a pronunciar la palabra muerta.
Pasaron un puñado de siglos hasta que entendí quién era la muerta.
Yo.
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