Tristan la miró de reojo. Tenía el pelo del color rojizo, del color de las hojas caídas. Alargó la mano y enrolló un mechón en el dedo. Por algún extraño motivo, su pelo estaba libre de su habituales artificos tintineantes. Ella se dio la vuelta y lo miró con el ceño fruncido.
-Tenemos que entrar allí –soltó de pronto. –El sauce maldito. ¡Tenemos que verlo! –se puso de pie de un salto.
Tristan frunció el ceño. Aquel era uno de esos momentos en los que tenía le esperanza de que Malus se riera y dijera que no es más que una broma.
Pero ella era Malus.
-No puedes hablar en serio.
-Yo siempre hablo en serio –contestó ella poniendo los brazos en jarra.
El viento sopló en aquella ocasión y le meció los cabellos. Y entonces, toda ella, adquirió un aspecto heroico. De pronto Tristan sintió la acuciante necesidad de dibujarla. De retratar el brillo de su pelo, la expresión adusta de su rostro, la suave forma de sus hombros.
Aquel instante se disipó, con un soplido.
-¿Y bien? ¡No quedes ahí como un poste!
-No creo que pueda ir contigo. Esta vez no –murmuró con voz cansada.
Pero fue, claro que fue con ella. Ella era Malus, él era Tristan. Probablemente, ninguno de los dos podría sobrevivir sin el otro.
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