sábado, 28 de enero de 2012

Vivos.

Nacemos. Nos degradamos. Morimos.

Déjame que te lo explique.

Al inicio del tiempo -de nuestro tiempo-, nos arrancan de nuestro hogar caliente y oscuro, con una crueldad luminosa. La luz nos ciega, el frío nos desgarra la piel y el aire nos envenena los pulmones con cada bocanada ansiosa. Y entonces, chillamos. No es la vida, el regocijo o la sorpresa. Es furia. Es ira. Es rabia. 

La infancia es esa etapa en la que somos capaces de creer. En la que todo está lleno de calidez y de color. La infancia es esa etapa de ingenuidad camuflada de inocencia, cuando no estamos perdidos, cuando no estamos desesperados, cuando los monstruos de debajo de la cama son sólo sombras.

En la adolescencia, todo se quiebra, todo se rompe y las esquirlas son tantas que no podemos alcanzarlas por más que corramos. Es cuando nos damos cuenta de que este, este no es lugar para nosotros. Es cuando las muñecas sangran de verdad, cuando los huesos no son huesos, son agujas envenenadas y la piel -tu piel, mi piel- te aprisiona y te ahoga y te rompe y te mata. Entonces sentimos. El verano fue, es y será un vago recuerdo. Todo se olvida. Y sólo nos queda el horror que nos acuna por las noches.

La madurez, la agria y amarga madurez. No hay colores. Hay gris. No hay sentimientos. Hay gris. No hay personas. Hay gris. Respiramos, dormimos y no soñamos. Nos despertamos. Comemos. Gesticulamos. Nos quedamos. Y nos pudrimos. Todo está bien. Todo es simple y fácil. Nada nos concierne. Dejadnos vivir, decimos, dejadnos no-vivir.

Al final, la piel se nos llena de arrugas profundas como abismos. Hasta el tiempo se ríe de nosotros. En nuestra cara -¿lo entiendes ahora?-. Queremos dormir como nunca antes habíamos querido. Queremos marcharnos. Queremos marchitar de una vez. Pero unos dedos -tus dedos, mis dedos- se aferran. Suplicamos. ¡Por favor, por favor! ¡Hemos visto demasiado, hemos sentido demasiado, hemos vivido demasiado! Alguien nos escucha. Una vez, sólo una vez, alguien nos oye, alguien lo suficientemente compasivo y sádico que nos da un golpe seco. Y nos libera...

                                           

 

 

 

 

                                                                                                                                                                                                              ...hasta que vemos la luz dolorosa.

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