sábado, 20 de julio de 2013

Ἀριάδνη (I)

¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

La casa de Asterión, J. L. Borges

Los chillidos llegan de noche como aullidos de lobo. Su palacio sumido en las tinieblas nocturnas se llena del llanto de la bestia. Se levanta de la cama y camina por los pasillos de mármol y piedra hacia la entrada del laberinto, el mismo que todas las noches se entreteje con ella como otro corazón.

El Minotauro, mitad niño, mitad monstruo, la acoge en sus brazos cubiertos de pelaje hirsuto mientras ella recorre con los dedos los vestigios de su humanidad. Se siente más viva en su laberinto, el laberinto que conoce como la suave piel en la nuca del niño-toro. Se permite ser salvaje en el laberinto, en la prisión de su hermano puede despojarse de su propia cárcel de delicadeza, exquisitez y silencio.

Entre juegos, susurros y caricias castas, la niña se convierte en mujer. Su piel, antes cubierta de pecas como recuerdos del verano, esconde los secretos que atraviesan los rincones más oscuros de su reino. Su corazón, un animal enloquecido y apresado, está podrido por el odio hacia su padre, el tirano maldito, que los mantiene a todos en jaulas. Sus manos, las únicas capaces de calmar la rabia ciega del Minotauro, están ocultas entre los pliegues de sus vestidos porque tiemblan por el ansia de despedazar, despedazar, despedazar, despedazar, desp…

Despierta. Ya están aquí.

No es como los demás. Su piel está curtida al sol y la violencia es lo que bombea su corazón y hierve en sus venas. Mira a su padre en tono displicente y habla con la voz de un profeta. Se sorprende a sí misma casi deseando salvarlo.

Casi.

«Esta es mi revolución. Esta es mi revolución.»

El cuerpo de Teseo la recibe y en él, se siente aliviada, generosa y condenada. Le clava las uñas en la espalda dejándole rastros ensagrentados entre los omóplatos mientras sus besos la incendian desde el núcleo de su pérdida hasta el límite del que es su pecado. En los dedos del amanecer, le tiende la medeja de hilo dorado. Tiene que ser piadosa, su egoísmo no puede mantener al niño-toro aguardándola para siempre. Este es su sacrificio, esta es su expiación. Cuando se ata el hilo alrededor de la mano, siente que se ha arrancado su corazón hecho de cuernos y pezuñas.

(La besa una vez más antes de adentrarse en las entrañas del laberinto. Su beso sabe a reinos caídos, guerras y traiciones.)

El Teseo que emerge del laberinto cubierto de la sangre del monstruos no es su Teseo. Lo sabe mientras ahoga un grito, un sollozo, un alarido, en las profundidades de su garganta. Hay algo nuevo, podrido e insidioso en él. Somos lo que consumimos, se dice ella. El laberinto se había abierto ante él como un abismo, el abismo que lo había engullido, pero Teseo lo engulló de vuelta. No se puede matar a una bestia sin convertirse en ella, no se puede salir del abismo sin traer algo de vuelta.

Teseo trajo la cabeza de su hermano y esta vez, cuando sus labios reclaman los suyos casi con un bocado, la princesa siente la sangre, el horror y la humanidad de su hermano en su lengua.

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