A Víctor, nuestras cicatrices encajan en los mismos luagres.
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.
Laberinto, J. L. Borges
Su cuerpo es una herida abierta que rezuma sal y arena. Se prosterna ante los dioses en los que no cree, ante el océano rugiente que le devuelve los ecos de lo que ha perdido.
Su cuerpo chilla. Sus huesos se quiebran bajo el peso de su corazón. Un corazón consumido por un amor que rompió un reino en dos, un corazón que no le sirve de nada. Sus uñas arañan la piel de sus antebrazos y su cuello y su rostro para deshacerse de todos los restos de él. El mundo es un espacio en el cuerpo de un Minotauro que la estrangula y le suplica, el mundo es el espacio entre su pecho y el punto desdibujado en el horizonte. El mundo es una niña con alma de toro.
Entonces.
Su cuerpo es un altar ensangrentado. La encuentra entre jirones y vahídos. Su grito aún resuena en el fondo de su cabeza, su estertor agita cada partícula que existe en su piel.
—Levántate, princesa.
Ella abre los ojos y le escupe a este ser, infame y depravado, que se cierne sobre ella como la sombra de una ola. Lo empuja con todas sus fuerzas, unas fuerzas que no sabe de dónde ha sacado, hasta que se encuentra sentada a horcajadas sobre él, un puño en ristre y los dientes al descubierto.
—No soy ninguna princesa.
La boca del hombre (ahora que está encima de él, puede ver claramente que es un hombre) se abre y una carcajada sacude el mundo. Se encuentra escuchando la misma risa y el aliento de la tierra escaparse por los labios de él, que no es un hombre en absoluto.
—No voy a arrodillarme ante ti, si es eso lo que pretendes.
Él es Dioniso, el dios de la demencia y la irracionalidad, el dios del vino cuya carne se encuentra entre los dientes de las ménades danzantes con las gargantas desnudas a las estrellas. Pero eso no la amedrenta. Ha cabalgado a una bestia de su propia sangre, su madre es la hija del Sol, su padre acuna a la crueldad como a su propio hijo, el que era su amado es un campo de batalla. Hace falta algo más que un dios lascivo para asustarla.
Él le habla de cómo había escuchado su grito allende todos los océanos y todas las tierras, de cómo este grito le había traspasado las entrañas y cómo la había amado enajenadamente desde ese instante. La agarra de la muñeca y posa sus labios sobre su palma, sellándola para siempre.
Por supuesto, le golpea con su puño.
Por supuesto, lo vuelve a atraer hacia ella y su boca hambrienta busca la suya. ¿Cómo no iba a amarlo, ella que es indómita y salvaje y atávica? ¿Cómo no iba a amar al dios de la violencia y los instintos carnales cuando es eso lo que le bombea el corazón?
Su nombre es Ariadne y ahora baila con los dioses. Lleva una corona de las estrellas que poblaban su cabeza y sus pies se contonean sobre las cenizas de los imperios caídos. Dioniso no es amable con ella, ni ella lo es con él, pero así es cómo se aman, brutal e inhumanamente. Se ríe más a menudo cuando la ambrosía burbujea en el fondo de su garganta, cuando su marido la toma como un barco que llega al puerto tras un naufragio, pero no es feliz ni nunca podrá estarlo.
El mundo es un grito que no cesa dentro de su pecho.
Sólo puedo decir... WOW. Me he leído todas las entradas y simplemente no sé que comentar. Lo tuyo más que escribir es sangrar sentimientos en forma de palabras, frases, relatos dolidos o dolorosos. Me encanta, de verdad.
ResponderEliminarYa apareceré por aquí las próximas veces. Besitos <3.